Daniel Lezama: la pintura al servicio del imaginario.


El arte de la década de los ochenta del siglo veinte estuvo marcado a nivel mundial, en buena medida, por una crisis del concepto de significado y un regreso a la pintura en una neofiguración. Se dudó de la eficacia del desciframiento semiótico sugiriendo que aquello que no tendía a ese tipo de interpretación, respondía a una necesidad de hablar, de generar discursos para así dotar de paradigmas nuevos y opiniones múltiples.

La pintura postmoderna se volvió reacia a la interpretación, más no a la apropiación intelectual y emotiva a través de la construcción de narrativas. Se trata de obras que no piden ser analizadas formalmente, sino que pretenden verosimilitud con la realidad y con la percepción. En todo caso, es un arte que, tomando como brillante ejemplo el de Daniel Lezama, no debe desglosarse en iconología ni en psicoanálisis: no exige espectadores iconólogos ni gramáticos, sino que se valoren la verosimilitud y el poder de obra. Lo importante es la generación de inconsciente y significados. 

Desde esa misma década, el cuerpo se convirtió en el tema central del arte y el pensamiento. Se creó un paradigma en torno al cuerpo físico para referir al universo de lo privado donde se unen memoria y deseo, en su encuentro con el otro, es decir, con la alteridad. En la pintura, a partir de entonces, predominan las escenas de desconexión con la lucidez: en el sueño, en los entornos prohibidos y nocturnos, en lo suburbano, en los traspatios del individuo y su habitación física, todas circunstancias evidentes en la obra de Lezama.



 La inocencia no existe en esta imágenes, pero tampoco las reglas: la pintura postmoderna, como sucede con la condición que describe Lyotard, es como un nocturno que se halla fuera de las fronteras del bien y el mal, e incluso, extrínseco a cualquier sitio geográfico. Asimismo, los lienzos postmodernos, como sucede en Lezama, son edípicos, recuerdan al útero, lo fetal y lo masturbatorio; en Lezama, según interpretaciones como las de Carlos Monsiváis y Luis Carlos Emerich, los niños recuerdan que lo que se están haciendo no es correcto, que pertenece al oscuro reino de lo prohibido, pero el monstruo del deseo que habita en ellos es más grande que las normas. El arte, pues, es superior a cualquier regla. 

Tal como la postmodernidad revisita su pasado moderno e industrial, y rescata herencias anteriores, la obra postmoderna de Daniel Lezama retoma motivos del pasado. Atestiguamos, en su caso particular, un pretérito de tres tipos: mítico en las escenas fundacionales, alegóricas o para-históricas; un retorno personal en las imágenes que ponen en el epicentro, como pieza clave o como una suerte de festaiuolo, a un niño para aludir a infancia como momento de despertar, construcción del ser y de génesis del deseo; y finalmente, un retorno al virtuosismo de la pintura académica, barroca y preciosista, con la sordidez temática del romanticismo y las vanguardias.



Para algunos críticos, Lezama se halla inmerso en el Neomexicanismo que pudiera considerarse una de las vertientes de la Postmodernidad en un país del tercer mundo: privilegia una neofiguración que aborda temáticas a partir del postmodernismo como la exploración de símbolos locales religiosos, cívicos y culturales, así como sus contrastes en la sociedad; retoma tendencias plásticas y simbólicas del pasado, en un afán historicista pero también exclusivamente plástico.



 Además, posee un interés por las minorías como mujeres, niños y clases marginales olvidadas por los discursos oficiales. Asimismo, retoma símbolos patrios utilizados en la pintura nacionalista de Velasco (como el paisaje fértil, el águila victoriosa del nacionalismo y el ferrocarril del progreso) y por el muralismo de la primera mitad del siglo veinte. La bandera nacional, el imaginario prehispánico, la Virgen de Guadalupe, los artistas viajeros, el maguey y los paisajes montañosos, se combinan con la actualidad de mujeres desnudas en las manifestaciones políticas, camisetas de equipos populares de fútbol, máscaras de feria, automóviles viejos arreglados con tecnologías modernas y marcas de productos consagrados como el refresco Jarritos o los combustibles Shell; todo ello en escenas privadas que tienen lugar al interior de las casas o accesorias derruidas y atemporales, o bien en fiestas populares, parajes carreteros o instantes alegóricos fundacionales que se alojan en la mente del mexicano. 

Lezama ha afirmado que el arte del siglo XX fue una farsa hueca para eruditos y “exquisitos”. Empapado de las ideas de la postmodernidad, sostiene que el derrumbe de las teorías exige la creación de obras de arte relevantes y comprometidas con el ser humano, ya no con un grupo, institución o país. Para él, lo establecido ya no tiene el poder de encauzar los fenómenos artísticos, pero los públicos reales continúan absortos por los productos culturales comerciales y con significados desfasados. Así, para él, el artista debe tender puentes entre las herencias artísticas y las necesidades estéticas actuales; debe abrir brechas que hablen de la vida misma, sus errores, deseos e imágenes prohibidas: es decir, la pintura debe estar al servicio del imaginario. 



Las convenciones pictóricas de las cuales Lezama hace gala, sirven para entender el pasado desde un nuevo espíritu relativo a la miseria espiritual y material, figurada teatralmente como en puestas en escena de otros siglos. Su motor es la libido que desata las dimensiones eróticas de valores antes abordados, como los religiosos, familiares y patrios.

Lezama propone, pues, la realización retroactiva de la pintura histórica mexicana, a partir del realismo transgredido hacia la visualización de los efectos de la opresión sobre el pueblo. Así, Lezama se reconoce inmerso en una realidad posthistórica y sitúa sus contenidos pictóricos en los albores de la remembranza del pasado, su interacción en el presente y la vinculación de ambos aspectos en el espectro de la internacionalización a través de los diversos circuitos del arte y su comercialización.



Queda, sin embargo, un cabo suelto, imposible de atar: Daniel Lezama es, más que un artista, un sujeto particular, con un perfil epistemológico y sentimental que escapa de cualquier clasificación y dota a su obra de la atemporalidad, el deseo y la embriaguez que cautiva a cualquier espectador.